Es invierno, en mi habitación hay dos grandes ventanales,
las paredes están pintadas de azul, dos camas de madera de cerezo cargadas de
historias con muchas vidas a sus espaldas , dos sillones de orejas de rejilla , que flanquean la ventana de la derecha y en el ángulo
derecho entre los dos ventanales una mesita hace de soporte a un espejo mágico
que todos adorábamos, era un espejo muy grande con un simple marco de madera,
con una doble voluta, de color
dorado que había sufrido la pátina de
los años, mientras el cristal tenía
pequeños puntos marcados que hacían presumir sus múltiples ubicaciones, el
camino había sido largo. Era un recuerdo de otros tiempos y de otros lugares. A
través de esos puntitos oscuros que
marcaban la luna por detrás cabía pensar que se trataban de ojos misteriosos y secretos que te
observaban de una forma amable, serena, condescendiente porque al mirarnos en
él siempre sentíamos una sensación de placidez y amabilidad.
Dicen que lo
espejos tienen vida y yo creo que es cierto.
En mi vida he tenido y tengo ciertos espejos que son parte
de varias vidas, generaciones, con tal cantidad de vivencias y experiencias que
pueden llegar a dar su opinión. En ocasiones la han dado, aunque no me creáis. Dicen
que en los espejos se produce la autocontemplación y reflejo del Universo, y
sí, ese era mi universo en aquel momento.
Pero este espejo no te invitaba entrar dentro, participaba
de tu vida, era un espejo dulce en el que siempre comprobamos, observábamos
aquel vestido que te habías comprado y en el que consultabas sus cualidades con
él, porque era amable y siempre devolvía una imagen dulce y tenía una propiedad
mágica ¡hacia más delgada!
En ocasiones mi madre, con infinita paciencia me cosía un
vestido y yo rebelde giraba, me movía, siempre había una razón para hacerlo. Un
alfiler que me ponía en la costura para ajustarla, recoger un dobladillo y
volver a mirarlo en el espejo para que diera su visto bueno el espejo y luego
yo.
Pero en mi habitación había otra ventana que daba
directamente al jardín por la que en
invierno entraba un sol vivificador, una luz esplendorosa que envolvía de vida
aquella estancia, notaba ese sol en mi piel, era un calor diferente al de cualquier
calefacción, era un calor lleno de vida.
Y a través de esta ventana un día encontré un regalo, había un manzano
joven, plantado en el rincón aprovechando el “reser”, buscando el abrigo y el
calor del sol, y entre sus ramas descubrí que quería tener una cámara de fotos
para mí sola porque veía como dos
gorriones jugaban entre los botones de
los nuevos brotes de aquel árbol y me quedé quieta, tan quieta que mi madre
pensó que me pasaba algo, porque no me movía nada, me había quedado completamente
paralizada como si con mi movimiento pudiera asustar a los pájaros. Era un
momento mágico. Tan mágico que hoy a mis 65 años todavía recuerdo y al que
recurro en ocasiones para encontrar paz y serenidad, aquellos pájaros me la
dieron y me la siguen dando.
¡Mi habitación era mágica! Hasta un punto no creíble.
Pero pasaron los años y aquella ventana fue tapada para
ampliar la casa y con ella desapareció aquel joven manzano y aquellos pájaros.
Era el conjunto de aquello elementos los que conseguían la alquimia necesaria
para la felicidad, un felicidad doméstica, pequeña y sencilla.
¡Y ya nunca volvió a ser mágica!
Mª Virtudes Várez Pérez
23 -9-18